viernes, 15 de febrero de 2008

MI VIDA CON LOS PERROS


Una tarde de invierno aparece ante nuestra casa el coche de la Guardia Civil y se llevan preso a E. Tiene que pagar una condena pendiente. Le piden tres años. Antes de subir al coche, con las manos esposadas en la espalda, me grita que lo saque de la cárcel. Digo que claro.

Me quedo sola en la casa donde vivimos, aislada en medio del bosque de abetos y de la nieve a más de 10º bajo cero aunque estamos a 60 kms de Madrid...
Por la noche oigo aullar a los perros abandonados.

Pasan los días. Aprendo a cortar la leña, enciendo la chimenea y paseo por el bosque con el pijama bajo el abrigo. La TV se estropea y entonces puedo oir el canto de las lechuzas. No quiero que me vean sin E. en el pueblo, que nadie sepa que vivo sola en el bosque.

La comida se acaba así que me visto para bajar al pueblo, a mi pesar. La nieve acumulada en los árboles cae contra el pavimento de la carretera. Resbalo, no puedo levantarme, me río y sudo aunque hace mucho frío. Siento el aliento de la perra color canela junto a mi oído, la lengua fuera, exhala vaho por la boca. Tras ella, un poco alejados, están los otos perros. Me apoyo en el lomo de la perra canela para incorporarme. Los cinco perros me acompañan hasta el pueblo y esperan junto a la puerta del supermercado. Luego subimos a casa, ellos desaparecen en el bosque.

Los perros acampan frente a mi casa. Les arrojo piedras para espantarlos. Pero no se van. Los observo desde la ventana, están tumbados en la nieve al borde de la carretera, tranquilos. Cuando salgo a pasear por el bosque, ellos me siguen de cerca. Se alejan si intento acariciarlos. Sólo puedo tocar a la perra canela. Voy conociendo sus costumbres, el carácter de cada uno. Son cinco. Una pareja de macho y hembra; una pareja de machos famélicos y la perra color canela que duerme sola bajo un jeep abandonado. Ella es la que dirige a los demás perros, es una reina. Muchas veces me pregunto sobre el orígen de estos perros: ¿saben que estoy sola y por eso me acompañan? ¿Qué comen? Nunca les doy comida. A veces, aparecen con sangre en el morro, quizá restos de un banquete.

Voy a Madrid para hablar con abogados e intentar sacar a E. de la cárcel. Cumple condena en el penal de Segovia (ya no existe). Me escribe cartas desesperanzadas y rabiosas. Como enfermo terminal tiene derecho a la libertad pero es un proceso lento, lleno de trampas. Sale en un par de meses o tres... según el juez que le toque. A veces, lo visito en prisión. Conozco a su compañero de celda, un guardés de nuestro pueblo preso por violar a varias forasteras. También conozco a Téllez, el mejor amigo de E. allá dentro. Téllez es de buena familia, lleva 17 años en la cárcel por atracar farmacias. Acumula condenas por muchas tentativas de fuga, algunas con éxito. Conoce todos los penales de España. 33 años y ya no tiene dientes. E. está cada día más delgado y tiene la mirada oscura.

Soy feliz cuando llego al pueblo tras visitar a E. en prisión y diviso, ya desde el tren, las siluetas de los perros en lo alto de la cuesta. Paseo con ellos por el bosque, cruzamos el río, saltamos vallas de piedra y los perros corren tras las vacas. La hembra canela enseña a los otros perros a masticar nieve cuando tienen sed. Los veo jugar entre los helechos y cuando galopan por la pradera escarchada, me asombro de lo bonita que es la perra rubia, grande como un lobo, el pelo rojizo, el cuerpo musculoso y ágil.

Una mañana, mientras desayuno en la cocina, oigo acercarse un estruendo. Cuando me asomo a la ventana veo un rebaño de vacas que bajan despavoridas envueltas en una nube de vaho y polvo. Los perros galopan tras ellas, muerden las ancas, juegan a pastores. Unas horas despues, llaman a la puerta dos vecinos del pueblo, acompañados de un coche de la policía municipal. Me preguntan si los perros son míos, señalan al borde de la carretera donde descansa la jauría. Yo, no sé nada: los perros no son míos. A partir de ese día vecinos y policía rondan la casa, vigilándome desde sus coches.Cuando abro la puerta para salir al bosque y tropiezo con el gato sin cabeza sobre el felpudo, creo que es una broma maligna de la gente del pueblo pero la perra canela me mira desde el otro lado del muro. Comprendo que es su ofrenda de amistad. Uno de los municipales que me vigila asoma la cabeza por la ventanilla abierta del jeep, sonríe. Se ofrece a tirar a la basura el gato muerto. Los policías observan cómo me siguen los perros hacia el interior del bosque. Pienso si será buena idea registrar a los cinco perros como míos pero y después ¿qué? no puedo atarlos ni tengo dinero para veterinarios, alimentos y multas. Mejor que siga todo como está.

Los perros siguen en su puesto junto a la valla de mi casa. Me gustaría que se fueran antes de que aparezcan los laceros de la Sociedad "protectora" de animales... sé que les espera la prisión de perros y luego el crematorio.

No deja de nevar, tanto que no salgo de casa desde hace días. Los vigilantes no aparecen estos días a causa de la tormenta. Me tranquiliza que los perros estén unos días lejos del alcance de los laceros. Desde la ventana de la cocina veo un hombre con la cara cubierta por un pasamontañas rojo, se masturba bajo la nieve. Los perros le acosan hasta que el hombre desaparece de mi vista.

Por la noche, aumenta la intensidad de la tormenta. El viento envuelve la casa en su torbellino, los árboles crujen. Bajo persianas y aseguro contraventanas para proteger los cristales. Intento escuchar música pero el sonido del viento acalla el tocadiscos. Alguien golpea la persiana desde fuera. Mi corazón se encoge. Subo las escaleras y me asomo a la ventana del primer piso. No veo a nadie en el jardín vuelvo al piso bajo. Sí, fuera hay alguien que araña la persiana con delicadeza. Pienso que sea quien sea puede estar pasando un mal rato por la tempestad y me decido a subir la persiana de la puerta de cristal. Primero veo sus patas fuertes, el pecho y la mirada rojiza de la perra canela. Entra en casa; baja las escaleras y se enrosca entre los montones de leña del garage. La mañana siguiente la perra me pide que le abra la puerta. Salta el muro y desaparece en el bosque.

Por la noche me llaman por teléfono: E. ha muerto en el el hospital de Segovia esposado a los barrotes de la cama.
Toda la noche sin dormir, muy triste. Me pongo el abrigo sobre el pijama y salgo al camino. Solo me siguen dos de los perros, ni rastro de los otros. La perra rubia también ha desaparecido. Hay luna casi llena, el tiempo está templado, la nieve se derrite. Qué silencio en el bosque, tan cerca y tan lejos de la aglomeración de cinco millones de personas. Decido volver a Madrid.

A la mañana siguiente cuando subo al taxi, busco a los perros para despedirme pero no los encuentro. Quizá han conseguido librarse de los lazos de los hombres.

Anónimo. Extaído de una revista cualquiera de esas que encuentras en las salas de espera del médico. Madrid, 2001




1 comentarios:

Anónimo dijo...

Madre mía con el relato anónimo. Me ha dejado sin palabras, y las fotos que has puesto le van que ni pintao.